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jueves, diciembre 31, 2015

Navidad en Florencia.

Me mintieron. Disney, Hollywood y todas las canciones. No hay ni una pizca, ni un copo, ni un solo cristal hexagonal salvo en las vidrieras. La "blanca Navidad" son los padres...
Las fiestas de Navidad y Año Nuevo que vivimos acá, son diferentes y parecidas a las nuestras. Por empezar la decoración, no hay pueblito perdido que no llene sus calles de luces; estrellas, regalos, arbolitos y copos de nieve (los únicos que ha visto, ¡ay!). Las vidrieras brillan con ofertas, reclamos, invitaciones para festejar, canastas navideñas de todo tipo. En las galerías comerciales de Italia y Grecia no cesaban de pasar canciones sobre estas fechas, todas en inglés, casi todas americanas (no hay que resignarse pero, acá, América es la del norte... México y Canadá excluidos), al principio agradables... después insoportables.

Mucha gente en la calle, las vacaciones varían de un país a otro, pero suelen empezar el 24 y terminar los primeros días de enero (de paso, conté y hay más feriados en que Argentina, digo ya que quieren copiar todo...). Como anochece temprano, entre las seis y las ocho es la hora pico, la del "happy hour", el aperitivo, las compras. A las nueve, lo más tarde, ya están cenando.
Nuestra Nochebuena fue en Florencia.




Después de un agotador, (tal cual), recorrido por la Galleria degli Ufizzi y un carísimo café con vista a la Piazza della Singoria, decidimos volver al hotel.
La propuesta era simple, un buen baño y salir a cenar. El problema era que, a una cuadra del alojamiento, está el Mercado Central y nos demoramos para comprar un sobrecito de peperoncinno... ademas de picar unos deliciosos quesos en la planta alta.

En fin, que salimos a cenar pasadas las nueve ante la sorpresa de la señora del Hotel quien ya pensaba que nos habíamos ido a dormir.
Elegimos un café y restaurante que se llama La Bottega di Giotto, con buenos precios y frente al
Baptisterio. No había mucha gente, en su mayoría eran turistas, y nos atendieron con la cordialidad local que, a veces, resulta demasiado insistente.
Era nuestra última noche en Florencia, una ciudad cuyo centro histórico combina la belleza de la arquitectura renacentista con el movimiento de una ciudad moderna y el buen gusto italiano. Queríamos, por ello, que esta Navidad fuera inolvidable.
Tanto cine, tanto libro, tanto relato hacen que uno, de pronto, sienta que está viviendo las escenas de alguna ficción. 
Y no era para menos, miraba hacia afuera y no me encontraba con la familiar (y cuasi fascista) silueta del Monumento o los edificios sin gracia de la Avenida Pellegrini. Al contrario, me saludaban con dignidad las paredes del Batisterio, que están ahí desde el siglo XIII, con sus mármoles verde oscuro y blanco. Volvía la vista al interior y el bello rostro de Sabrina se recortaba en un fondo de bóvedas de crucería ojivales que hacían pensar que ese lugar había sido, realmente, la bottega de quien,  como dijo Bocaccio, tradujo la pintura del griego al latín...
El nombre del autor del Decamerón me recuerda el delicioso menú de esa noche. La gente acá come como, diría Daniel, si no hubiera un mañana. O más bien, como quienes padecieron hace dos generaciones el hambre y la guerra y ahora, herederos del Welfare State y la Acumulación Originaria, se desquitan de lo lindo. Entrada, primer plato de pastas y los dos rosarinos, que no se caracterizan por su frugalidad, ya no daban más. Il dolce tuvo que esperar a mejores momentos.
Conversamos, nos reímos, escuchamos indiscretamente a nuestros vecinos, nos miramos y...
¡Nos fuimos a misa!
Sí, a la Misa de Gallo. En la bellísima catedral de Florencia, la tercera más grande de la Cristiandad. No podíamos perdernos esa ceremonia. 
Caminamos por la plaza y llegamos al pie de un pino ornamentado con miles de luces y lises (la flor de lis es el emblema de Florencia, aparecía en sus monedas; los florines). Más adelante, en el atrio, un pesebre, algo más que una decoración,  una verdadera tradición, que mostraba todavía vacía la cuna para el Niño.
Seguimos caminando, pasamos junto a un policía porque todo está muy vigilado, y de pronto el pesebre y el árbol pleno de luces quedaron atrás porque nos recibía la portada de la iglesia, con sus rosetones, sus mármoles y los emblemas de las


corporaciones medievales que nos recordaban que, aquí, nació la burguesía. La burguesía que era, entonces, la clase revolucionaria y demostraba su poder dedicando a Dios y a Su Madre esta catedral; exquisitamente ornamentada por fuera y sorprendentemente austera por dentro.
De pie, detrás de un cordón, escuchamos el Adeste Fideles, nos impregnamos del aroma a incienso y asistimos a la mayor parte de la ceremonia, oficiada por el cardenal arzobispo Giuseppe Betori.
No es necesario ser religioso, ni siquiera creyente, para participar de esta celebración. Los cristianos, sin duda, sentirán su alma llena de fe; para los demás, el canto, el ritual y las alusiones a la esperanza, al nuevo comienzo, al Reino de los Cielos (que uno quiere en la tierra) son más que suficientes para que se llenen los ojos de lágrimas y un beso diga lo que no pueden las palabras.
 A poco de comenzar la homilía decidimos retirarnos. En el pesebre el Niño, ajeno a todo lo que provocaría Su Venida, dormitaba. Lo miramos con ternura.
Caminamos un poco y echamos la última mirada al Baptisterio y a la Piazza.
-¿Vamos?- dijo ella.
- Vamos- le respondí.
Y tomados de la mano, nos perdimos por las calles de una Florencia que se iba despoblando poco a poco.
 

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