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miércoles, julio 09, 2014

Alguna vez tenía que hablar de fútbol...

Una docente que conozco ama el deporte, disfruta viendo a los pibes jugar a la pelota y no se decide a prohibir su uso en el recreo, pese a los reiterados casos de heridas, golpes y algún que otro vidrio roto. Cada vez que devuelve el balón reconviene, en tono amable o severo según el caso, a los jugadores y les reclama un imposible: jueguen tranquilos.

Ellos, alumnos de primaria, no dan con la respuesta adecuada y, si la tuvieran, son tan inteligentes como para no revelar lo que la señorita ignora; jugar a la pelota no tiene sentido si no es apasionadamente, con furia y con obsesión, con eso que la calle dice mejor; con huevos.
La "seño" cree que es un deporte y se equivoca, por eso pide que hagan lo único que el fútbol no permite; jugar tranquilos.
Salvo si el jugador es profesional, claro.


Por estos pagos del sur el fútbol es lo que es y un poco más.
Pegarle a una pelota, marcar el gol, festejar son verbos que se conjugan en colectivo.
Nos apasiona por lo que tiene de deporte pero más por lo que tiene de primario, de impreciso, de apuesta y azar. El triunfo nos ilusiona como si fuera, de verdad, nuestro. Cuando uno juega, cuando uno mira jugar, cuando uno se entera se siente parte de algo más grande. La tribu que reclama sus derechos ancestrales. En este mundo enorme y ajeno, en esta vida que otros deciden, en esta ausencia de comuniones; el fútbol, como otros vicios, es una vuelta a cosas más simples, comprensibles, colectivas. Difícil es comprender los números de la Bolsa, los chachullos de todo poder, por micro que sea, las negociaciones y las variables sociométricas; el uno a cero es más ilusorio pero más sencillo y concreto, también.

Uno no sabe si a todos le pasa; uno no frecuenta estadios, como le suelen reprochar, y no se decide a dejar de leer a Tolkien porque juega Central, sin embargo... Sin embargo se pone ronco gritando en casa si por casualidad cae en el canal del partido, sin embargo se amarga un buen rato cuando la derrota lo roza en sus colores, sin embargo si el azar lo pone cerca de un hincha rival siente una inexplicable hostilidad que se potencia entre más sean ellos y más fuerte griten. A uno le brotan las dormidas ganas de pelea. Uno, claro, ama a su prójimo en su propio cuerpo y por eso escurre el bulto; pero cuando está convertido en multitud...

Como el amor, la música, las drogas, la política y todo lo bueno de este mundo, el valor de cambio de las cosas impuso su lógica también en el fútbol. De jugar como los pibes en el recreo, de ser un grito colectivo en el potrero, de ser ocio, el fútbol se volvió negocio. "Clin, caja" suena más en los estadios que el grito de  gol. Números que marean al tipo sencillo, jugadores que hablan de espectáculo y se repiten hasta la naúsea en publicidades de cerveza, afeitadoras, compañías de seguro y hasta condones. La banalidad del periodismo deportivo. Gorro, bandera y vincha y hasta el Mundial de Fútbol.
Como las drogas, el amor y la música uno puede decir no gracias, no consumo, o puede buscarle la vuelta, el lugar impensado, el hasta ahí en el que nuestra gente se destaca desde tiempos inmemoriales.

Un Mundial puede ser varias cosas.
Algunas desagradables como los comentarios femeninos ("no digo de todas, pero hay algunas..."), las publicidades patrioteras, los revendedores de entradas y los periodistas ("no digo de algunos, sino de todos..."). Algunas que se disfrutan como ella comentando el partido con uno, en la misma cama, mejor, las publicidades que emocionan a pesar de su patrioterismo de cotillón, el amigo que te consigue la entrada agotada y los periodistas que ponen en palabras lo que uno, justo, está pensando.

Un Mundial tiene rivalidades inexplicables.
O entendibles si uno les presta atención.
Más allá de casos patológicos; los argentinos tenemos onda con Perú, Uruguay, Bolivia y Venezuela en casi cualquier circunstancia, salvo el enfrentamiento directo.
Por más hijos de tanos que seamos, o de "gallegos", o de "rusos", vamos a alentar a cualquier equipo de América Latina que se enfrente con un europeo. A veces incluso a Chile, pero nunca, jamás, a Brasil.
Brasil es el adversario natural de Argentina tanto en fútbol como en otras cosas a lo largo de la historia; desde el liderazgo de Sudamérica, que ambos reclamamos, hasta el triste papel de lacayo preferido del Imperio, que parecemos estar dejando de lado, por suerte...
El paisano, refiere Velmiro Ayala Gauna, nunca considera extranjero al paraguayo o al boliviano, pero sí al europeo o al brasileño. Idiomas diferentes, modos distintos de tomarse la vida y ese gran tamaño que, acota Freud, se vuelve muy importante, hacen del brasuca el otro sudamericano, el diferente, el hostil.
Y el sentimiento es mutuo, en especial desde Brasil a la Argentina. Basta escuchar a la hinchada.

Uno, salvo que no entienda de fútbol (no de técnicas y juegos, sino de sentimientos), no puede menos que alegrarse de la derrota de Brasil.
Ya habrá tiempo para la solidaridad latinoamericana, la Patria Grande y la Unasur.
Ya habrá tiempo para pensar con la cabeza fría; la seño no lo sabe, pero en el fútbol no hay, no puede haber, cabeza fría... para eso está el ajedrez que por algo no tiene hinchada.

Placer, pulsión, negocio, distracción, engaño, belleza, miseria. Sustantivos abstractos que pueden adherirse al fútbol, a sus pompas y sus obras. Los mismos que pueden formar el predicado de cualquier sujeto colectivo.






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