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viernes, febrero 07, 2014

Una tarde en el Museo.

 I

El Museo del Louvre no es grande, ni siquiera inmenso, majestuoso o deslumbrante. Estas son palabras vanas que no alcanzan a dar cuenta de ese universo múltiple que es aquel antiguo palacio en el centro de París.
Desde que era un solitario adolescente en permanente diálogo con gente que sólo vivía en los libros solía detenerme en las imágenes del piadoso Gudea, de los fieles Horacios, del mentiroso Delacroix o de La Bella Gallerani, y leer, en el epígrafe, su ubicación en el mundo: París, Louvre. Estar en la misma ciudad que ellos y no visitarlos no era sólo una descortesía sino también un despropósito.
Así que partí, solo como mi apellido lo indica, para ver a viejos conocidos.


No relataré el paseo, apenas interrumpido por un café con dos masitas que eran una obra de arte a juzgar por el precio, sino apenas un episodio de cuya duración no puedo estar seguro.
Debajo del museo, que una vez fue palacio, están las ruinas del castillo medieval; foso, bases de los torreones, cisternas que quien sabe dónde conduzcan... Transgrediendo las normas, aproveché la ausencia de guardias, el punto ciego de una cámara de vigilancia y un hueco entre las barandillas para explorar un poco más.


 









Crucé una arcada, piedras de ocho siglos, y seguí un muro apenas iluminado. Giré, no sé muy bien donde, prendí el celular para ver mejor y creí distinguir unas personas a la distancia. Me dije que debían ser visitantes en el Ala Denon, ubicada a mi derecha según me parecía, y decidí ir hacia ellas, terminada mi exploración no autorizada. Con mi mejor cara de inocente saldría al pasillo, me sumaría a los turistas y “aquí no ha pasado nada”.
No era tan simple. En un área arqueológica no hay pisos pavimentados, los túneles suelen ser engañosos, el sentido de la orientación se pierde cuando se está debajo de la tierra, lo que sea. Demoré una eternidad en llegar a donde estaban las personas y, cuando iba a salir a la luz, una mano se posó sobre mi hombro.


Continuará...

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