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lunes, julio 12, 2010

Como me convertí en Héroe de la Unión Soviética II

Segunda parte del relato.

2.- Prisionero en la Unión Soviética.
La nave, es decir mi cabina apenas cerrada por dos puertas de plexiglás, parecía inmóvil. Se agitaba, eso sí, pero el efecto era similar a un viaje en tren en un asiento colocado de espaldas a la locomotora; todo lo que estaba a mi alrededor se movía hacia atrás con bruscos saltos. Dejé de ver a mi amigo, abrazaba a Viviana, creo, y pude observar, brevemente, su llegada al lugar un par de meses atrás, luego aparecieron muchos uniformes militares, rampas de lanzamiento, un pastizal y, finalmente, el mar en la distancia. Por fin las imágenes se hicieron inidentificables, simples manchones de color ocre. En el tablero el indicador de tiempo transcurrido señalaba los años corriendo al revés y el de destino seguía fijo en 1955. Según me explicase (sería mejor decir me explicaría, pero esto embarazaría la redacción) David, aún no era factible determinar el flujo temporal más allá de un año de aproximación, por lo tanto ambos indicadores no registraban meses, ni días, por no hablar de horas. Al parecer, aunque cuando me lo aclaró yo estaba comunicado con la Bolsa de Tokio (en mi tiempo hubo una Bolsa en Tokio), el dispositivo funcionaba como una honda, en la cual mi nave era el proyectil; los generadores creaban un vórtice temporal, sea lo que fuese eso, y la arrojaban hacia allí, absorbida por la hiper gravedad (creo) la nave se dejaba llevar hasta que el vórtice cesaba de actuar sobre ella, entonces caía, así lo dijo, en el tiempo deseado con una aproximación de unos seis meses, según calculaba. Bueno, al menos es lo que recuerdo, estoy seguro que su explicación fue mucho más técnica, pero las matemáticas, salvo las financieras, no son mi fuerte.
El paisaje a mi alrededor adquirió de pronto más consistencia, unos árboles se hicieron visibles y el contador del tiempo se detuvo. Suavemente, la nave dejó de zarandearse y pude sentir que la fuerza que me empujaba se había desvanecido. Me dolía la cabeza y tenia ganas de vomitar, una sensación nada diferente de una resaca de domingo por la mañana, cerré los ojos y me quedé dormido.
Me despertaron voces ásperas en un idioma desconocido. A través del plexiglás veía tres figuras con uniforme y gorro de astracán, tal vez este detalle sea un recuerdo posterior, detrás de las cuales se veía un colorido cartel que representaba, idealizada, la imagen de la base militar que David arrendaría en un lejano futuro...
¿Dónde y cuándo estaría?, me pregunté. El lugar, claro, era obvio, la misma base militar de Kazajistán, el tiempo... Miré los cuadrantes, el indicador de lapso señalaba 1957, con un desagradable mas o menos que me hizo desconfiar de las precisiones de David, evidentemente el vórtice me había llevado un par de años antes (o después) de lo previsto.
Abrí la portezuela de la derecha y saludé con una amplia sonrisa.
Dos de los hombres me gritaron algo que no entendí, pero como me apuntaban con sus ametralladoras opté por levantar las manos. El tercero me colocó unas esposas y me llevaron hasta una barraca cercana.
- Bueno- me dije- estoy en la Unión Soviética, en el año 1957... y sin un rublo en el bolsillo. Esto va a ser difícil.
Pero sabía que podría superarlo, la desagradable imagen de mi amigo David diciéndome que no podía regresar se me presentó muchas veces mientras caminábamos sobre la espesa nieve, ahora estaba seguro que me había hecho trampa (como cuando éramos jóvenes y cantaba envido con veinticinco), sin embargo no soy de llorar sobre la leche derramada y decidí que me amoldaría a la situación; puesto a elegir hubiese preferido Nueva York, Los Ángeles o incluso Rosario en los años 50, pero si era la URSS ya me las ingeniaría. Por supuesto yo tenía sólo una somera idea de la historia del siglo XX y mucho menos de la historia rusa, sabía que hasta los 90 habían sido comunistas (es decir había algo así como una dictadura que estaba en contra de la propiedad privada) y que se peleaban con los yanquis por dominar el mundo; tenían misiles, naves espaciales de mala calidad y un clima horroroso (como lo estaba comprobando en ese momento) y carecían de las comodidades de la vida moderna, incluso de las pocas existentes en esa época. No era mucho más lo que podía recordar y, por otra parte, eran conocimientos fragmentarios, como fotos fijas de un viejo noticiero.
Por empezar el idioma.
No entendía las preguntas y ellos no entendían mis respuestas. No eran demasiado locuaces, es cierto, lo cual era una ventaja ya que al cabo de un par de horas era capaz de saber que indagaban sobre mi nacionalidad y mi misión. Creían que era un espía norteamericano y que mi nave era un modelo experimental de avión observador. Les repetía que era argentino, pero ninguno de mis interrogadores parecía comprenderme. Hasta que llegó Eliana.
Eliana Fedorova Koliakov, rubia, bajita, rasgos marcadamente eslavos, una preciosura, me dije y además hablaba inglés. Lucía un lindo uniforme azul marino, con una estrella roja en la solapa, y parecía salida de una película de James Bond (una de mis fuentes sobre la cultura soviética). Recuerdo su primer gesto, frunció la nariz, tomó una palmeta que colgaba de la pared y me azotó con ella mientras me preguntaba por mi nombre, grado y número de serie. Creo que en ese momento me enamoré de ella.
- Egoeimí- respondí. Gustavo Egoeimí.
Aquí debería haberme besado, pero en su lugar repitió:
- ¿Gustav Egoiov?
- Más o menos- le respondí en inglés- soy de Argentina, ¿Sudamérica, te ubicás?
- Arguentinya, yes- dijo- at Amerrika- y agregó- ¿are you peronista?
- ¿Peronista?- pensé; bueno fui amigo de Menem y de Duhalde y no tengo problemas con los Kirchner- sí, yes- respondí- I’m peronista...
- ¡Fascist!-escupió ella y a una rápida orden suya me desvistieron por completo.
Iba a comenzar un duro interrogatorio cuando apareció en escena otra mujer; apenas más alta que Eliana, se llamaba Katia, Katia Anenkova Iskandariev, supe después, y era la comisaria del partido en la región. Una belleza morena, con algo de sangre uzbeca, o armenia quizás, ojos de almendra y brazos fuertes en su uniforme caqui. Parecía la heroína perfecta para escapar a través de las estepas. Me enamoré de ella también.
Discutieron un momento, en un ruso incomprensible, creo, hasta para un moscovita, acerca de que hacer conmigo. Al parecer Eliana pretendía remitirme a la KGB para un interrogatorio en regla, pero Katia insistía en llevarme a la sede del Partido y colocarme bajo su custodia. También discutían como podían clasificarme políticamente; Eliana decía que un peronista no era más que un fascista sudamericano, Katia, por su parte, sostenía que los peronistas habían sido derribados por un golpe de estado auspiciado por la CIA, en consecuencia eran aliados tácticos del régimen soviético (todo esto, claro está, lo supe más tarde). Recuerdo que me sorprendió el profundo conocimiento que tenían, en una perdida estepa del Asia Central, acerca de mí país, sabían cosas que yo mismo ignoraba y, si bien nunca fui muy afecto a la Historia, debía reconocer que sus argumentos (cuando me los tradujeron) resultaban igual de convincentes en uno u otro sentido.
Por fin quedó decidido, me enviarían a la infame prisión de Lublianka (lo de infame es sólo para darle cierto color local) y así lo hicieron, para mi agrado fui escoltado por ambas.
El viaje duró un par de semanas, no había trenes disponibles y nuestros papeles se perdieron en trayecto entre la base y Alma Ata.
Aproveché el tiempo disponible para aprender el idioma, con algunas variantes dialectales, ya que Eliana era azerí, de Bakú, y Katia ucraniana, de Odessa, de manera que al llegar a Moscú podía hablarlo tan bien que hasta entendía las bromas que me hacían mis dos custodias. Recuerdo que entramos riendo al edificio principal y que me llamó la atención el enorme retrato de un tipo, rostro franco y pesado, bigotes y la mirada fija en nosotros que, por supuesto, reconocí de inmediato.
Era el Gran Hermano, el gobernante (¿o era dictador?) de la novela 1984. Por cierto, aclaro que yo había leído el libro, pero sí había visto la película (¿para qué leer si todos los grandes libros están en formato DVD?) y el programa de televisión.
Allí estaba, dijo Katia, aún después de muerto seguía vigilando el destino de su pueblo, irritada, Eliana dijo que no sabía por qué no sacaban ese maldito cuadro de allí, y que ese había sido un tipo nefasto para la Unión Soviética.
Tomé nota de la discusión entre las chicas, que resolví con una amable nalgada para ambas, saludé al pasar el retrato del viejo Stalin y, como si él me iluminase, me vinieron a la mente un par de ideas; pero me dije que todavía no era el momento de llevarlas a la práctica y entré a la prisión.

No sé muy bien de donde le viene la fama de siniestra a esta cárcel; una vez que se ha visto una se las ha visto a todas. Claro, no es el lugar que yo hubiera elegido para pasar mis vacaciones pero, salvo el tamaño, no era tan diferente de la cárcel de Coronda, en Argentina. Yo la había visitado después que ganamos la licitación para mejorarla, de hecho después de terminada la obra, y no era muy distinta de Lublianka.
Los primeros dos meses en la prisión no fueron los más agradables, lo confieso, no manejaba bien el idioma y la mayor parte de las palabras que me enseñaron mis amigas no servían demasiado allí, pero el grupo humano era encantador, los evoco con cariño, ahora que muchos de ellos ya no están.
Algunos me recordaban amigos de la City porteña, pero más ingenuos, otros, los disidentes los llamaban, eran muy quejosos, pero buenos tipos, muy cultos (y yo respeto la cultura) si bien un poco idealistas. No podía seguir del todo sus intrincados argumentos ¡y en ruso!, pero deduje bastante de ellos.
A juzgar por sus palabras en Rusia se había traicionado la Revolución, ellos añoraban los viejos tiempos (aquí había muchas variantes, un par añoraban al Zar, no sé cuál de ellos, otros a un tal Kerensky, pero la mayoría a Lenín) y aspiraban a restaurarlos. Yo les decía que había que mirar las cosas positivamente, que no era bueno quejarse y que la política, en el fondo, no valía la pena, lo mejor era pensar afirmativamente.
Así que conseguimos un espejo y todas las mañanas ensayábamos afirmaciones positivas. Ya saben, cosas como, “yo soy bueno”, “el mal no existe”, “estoy en armonía con el mundo”, “todo está bien si termina bien”, “no hay espinas sin rosas” y esas cosas...
Al tiempo los muchachos, en su mayoría, dejaron de causar problemas.
Era curioso, yo me limitaba a escuchar y asentir de vez en cuando, y esto los convencía de que era un leal miembro de su causa..., para los dos zaristas yo era un monárquico, para los socialistas revolucionarios el mejor desde un tal Gotz y para otros un discípulo de Trostky que los organizaría para la toma del poder. Me ofendía un poco que pensaran así de mí, ¡yo que jamás tuve una causa!, pero los muchachos eran así.
Un día me llamaron del despacho del director de la prisión.
- ¿Usted es el tal Gustav Egoiov?- me preguntó en ruso- ¿el argentino?
- El mismo- respondí.
- Tengo informes sobre usted- y consultó un grueso legajo- ha alterado a los presos y tiene una prédica disolvente...
- Le aseguro que...- intenté responder, pero me cortó.
- ¡Silencio!, sólo responderá cuando se le interrogue; ¿está claro?
Asentí.
- Usted es extranjero, pero la embajada de su país niega conocerlo- iba a replicar pero su gesto era harto elocuente- no sabemos de donde viene, ni quién es realmente.
- Bueno, yo...
- ¡Silencio!- repitió- esto no importa. ¿Se considera un buen comunista?
- Tan bueno como cualquiera, señor, pero ¿qué es realmente un comunista?- en esos meses mi imagen del comunismo había cambiado. Oh, no es que yo viera todo rosa ahora, pero sé adaptarme, en la cárcel no la pasás bien, por supuesto, no obstante: ¿de qué servía quejarme?
- Un buen comunista acata las decisiones del Partido- respondió- un buen comunista cree en la clase obrera y en el triunfo del proletariado...
- De eso no sé mucho, señor, pero si usted quiere decir que hay que estar bien con el gobierno, criticarlo por lo bajo, proponer grandes cambios, no hacer nada sin consultar más arriba y mantenerse donde uno está, bueno, le recuerdo que soy argentino.
El director de la prisión se sonrió y me ofreció un asiento.
- Tengo algunas ideas- dijo.
Estuve dos años en Lublianka. La mayor parte del tiempo en el despacho del director, de los directores debería decir, ya que cambiaron tres mientras permanecí allí. Me volví su mano derecha; organizaba sus reuniones, llamaba a su esposa cuando él no deseaba volver a su casa, (volví a ver a Eliana por entonces, se había casado con el segundo director y alguna vez fui de visita en su lugar), armé un par de grupos de estudio con los internos, un taller de arte y una biblioteca; al fin y al cabo los tipos sólo querían ser escuchados...
En fin, que hicimos de Lublianka un lugar agradable, me enorgullezco de eso, no es que la comida fuese ahora excelente (de hecho era la misma bazofia) pero había un menú para elegir, ni que se fumigasen las camas, si bien permitimos que rotasen los colchones y así cada día los detenidos esperaban a la noche para intercambiarlos (siempre tenían la esperanza de que esa noche le tocaría uno sin chinches y si no, sería la próxima), tampoco los guardias eran mejores, pero hice correr el rumor de cambios inminentes y eso los ponía de mejor humor, a ambos.
No los aburriré con los detalles, que pueden consultarse en mi libro “Cárceles participativas, cárceles mejores”, pero me permito recordar un episodio particularmente significativo:
Habían echado a un guardia, un tipo menos brutal que los demás, según decían, si bien conmigo todos eran bastante amables, y muchos le echaban la culpa al nuevo director. Hice correr la voz, entonces, de que ese guardia había sido despedido injustamente y me permití asegurarles que, efectivamente, era culpa del funcionario recién llegado; un grupo aceptó a pie juntillas esta versión y comenzó a protestar en voz más que alta. A la vez convencí a ciertos internos de que la protesta era una maniobra del viejo director para volver a su antiguo puesto, que él había echado al guardia en cuestión y que los disconformes serían beneficiados con una conmutación de penas apenas regresara el viejo burócrata. También me entrevisté con ciertos guardias para ponerlos sobre aviso respecto de un intento de fuga encubierto por las protestas y a unos presos cuya condena casi acababa les declaré que todo estaba orquestado para frustrar su inminente liberación. Al cabo de un par de días estaban todos tan enfrascados en sus peleas internas que olvidaron el asunto del guardia y el nuevo jefe pudo hacerse cargo de sus funciones sin mayores inconvenientes. Es que la gente necesita algo en que pensar mientas está en la cárcel; ¿verdad?
Lublianka funcionaba bien, pero yo ambicionaba algo más; me había estancado y buscaba nuevos desafíos y horizontes más amplios. Entonces vino de visita mi amigo; Nikita.

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