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viernes, julio 09, 2010

Como me convertí en Héroe de la Unión Soviética (Tal como lo escribió Gustavo Egoeimí)

Este es un relato que escribí, por primera vez, en 2005. He hecho unos pocos cambios, mayormente sintácticos, y ahora (con cierto pudor) lo publico en tres partes. Espero que les guste y espero, también, sus comentarios...


1.- En otro lugar y otro tiempo.

En 1985, con mi viejo amigo de la secundaria; David Dezorzi, quedamos muy impresionados por una película de Ciencia Ficción llamada “Volver al Futuro”. El film contaba la historia de un científico norteamericano (sí, aunque no lo crean) que construía una máquina para viajar en el tiempo; el joven asistente del científico usaba el aparato para trasladarse hasta 1955 y rectificar así su desastrosa historia familiar.
Recuerdo que durante largas noches comentamos con David los detalles de la trama. En una de esas ocasiones él, ya cursaba el primer año de la Tecnológica, mencionó que fabricar una máquina del tiempo no era algo tan descabellado como podría suponerse. Escéptico, le repliqué que sólo decía eso por ignorancia y lo desafié a intentarlo.
-¿A qué no te animás?- le dije, como si fuese un juego.
- ¿A qué sí?
- David- repliqué con voz algo pastosa (no estábamos acostumbrados a tomar) si podés construir una máquina que pueda llevar a una persona hacia atrás en el tiempo, hic, yo, tu amigo, hic, hic, ¡tu hermano! Gustavo, voy a ser el primer tipo en viajar en ella…
Fue, claro, una simple baladronada del pibe que todavía era, pero el lo cierto es que David se lo tomó en serio.
Fue hasta su escritorio, tropezó, arrancó una hoja de un cuaderno y escribió mi propuesta.
-         ¿Una firma?- dijo alargándome la birome.
-         ¡Cómo no! – dije antes de dormirme. Y estampé mi nombre al pie de la hoja.
Después olvidé el asunto, creía que para siempre.
Una tarde, hace ya muchísimos años para mí, David, con veinte años más; barbudo, desaliñado y sucio, pero con el mismo brillo inconfundible en sus ojos azules, tocó el timbre de mi departamento. Me sentí, por cierto, feliz de verlo y lo hice pasar.
Debo decir que yo aún no me había casado, lo que secretamente deploraba, y vivía en un confortable piso de la Avenida Libertador, en Buenos Aires, capital de la Argentina por entonces, disfrutando de un suculento sueldo como asesor de imagen y otros negocios menos transparentes.
-         Hola, David- le dije emocionado- hace más de...-dudé- ¿cuánto que no te veo?
-                     Diecinueve años, tres meses, veinte días y- miró su reloj- catorce horas desde que nos encontramos por última vez.
-                     ¡Qué preciso, che!, no hacía falta ser tan exacto con el tiempo.
-                     El tiempo- respondió aceptando el asiento que le ofrecía- es lo más importante para mí...
A continuación se enfrascó en un largo relato de su vida en el cual se percibía que, de verdad, el tiempo se había vuelto su obsesión personal.
No tengo nada contra las obsesiones, la mías había sido, desde que dejé la Facultad de Comunicación Social, ganar dinero, y a ella había sacrificado todo lo que poseía o podría tener; sin embargo, en el caso de David la búsqueda de las claves para viajar a través del Continuo Temporal había desplazado cualquier otro interés.
Después de dejar el Politécnico, Dezorzi estudió Ingeniería Nuclear en la UTN (y se casó con Viviana, mi novia de la Secundaria), Física Avanzada en Alemania, Teoría de las Redes en el MIT (un instituto en lo que era entonces los Estados Unidos) y Epistemología en La Sorbona. De regreso a la Argentina, después de rechazar ofertas de importantes laboratorios en Europa y Japón, consiguió un puesto de investigador en el CONICET (hasta que su programa fue cancelado por el Ministro de Economía Cavallo en 1999) y una cátedra en la Universidad de Rosario que le reportaba un sueldo de unos $700 (por debajo de la línea de pobreza), de los cuales gastaba la mitad en casa y comida y el resto en equipar su modesto laboratorio.
Debo decir que realmente me conmovieron su dedicación y esfuerzo, así como me afligió su mala suerte.
Mi vida había sido diferente y, durante los dorados años 90, había prosperado más allá de los sueños más avariciosos que pudiera tener. Tres departamentos, una casa en un Country, varias hectáreas sembradas en Buenos Aires y Santa Fe,  dos autos (uno, deportivo), un yate (pequeño; 20 metros de eslora), una próspera agencia de mercadotecnia y publicidad, con florecientes departamentos de Internet y multimedia,  y ahora, pensaba en la conveniencia de invertir parte de mis ganancias (obtenidas en el mercado de soja) en la compra de un avión particular. Algo parecido a la vergüenza, debo confesar, me asaltó ante la historia de mi amigo y, supe, más allá de las abismales diferencias, que ambos, pese a todo, estábamos tan solos como en aquellas tardes de 1985.
-                     De eso quería hablarte, Gustavo- dijo entonces David- ¿te acordás de esto?- y sacó de su guardapolvo gris un gastado trozo de papel que ostentaba, en su ángulo inferior derecho, mi propia firma de veinte años atrás.
-                     No sé que es eso, David- mentí.
-                     Sí que lo sabés- señaló, rechazando mi pretensión de ignorancia- y espero que sigás siendo el tipo que conocí, el Gustavo que nunca se volvió atrás de una promesa.
Hubiese querido decirle que, desde entonces, había quebrantado mi palabra tantas veces que en realidad no podía recordar cuando fue la última vez que dije la verdad, pero, para no perder la costumbre sólo respondí:
-                     ¡Por supuesto, che!- y agregué (¿dije ya que estaba realmente conmovido?)- ¿cuánto necesitás?
Me arrepentí al instante, pero ya era tarde, David Dezorzi se abalanzó sobre mí con la fuerza de un alud y me sepultó bajo una montaña de papeles, diagramas, diseños de computadora (había usado una vieja máquina de la Facultad, así que le regalé una vieja notebook) y fotocopias de libros en alemán, inglés, ruso y japonés que demostraban, según él, la factibilidad del viaje a través del tiempo.
-                     ¡Es posible, Gustavo, es posible!- exclamó entusiasta- las bases teóricas existen, los componentes ya han sido inventados, los riesgos son mínimos y las posibilidades- aseguró- ilimitadas.
Al oír estas palabras: “posibilidades ilimitadas” mi cerebro entrenado percibió estas otras: “ganancias fabulosas” y comencé a prestarle mayor atención.
 Ahora bien, yo era un exitoso inversionista argentino, me manejaba en el mundo real y, por supuesto, no estaba en mi naturaleza arriesgarme en un emprendimiento cualquiera, al fin y al cabo había salido indemne de la última crisis, pero hubo algo que me convenció.
-                     Vos vas a viajar, obviamente- dijo- y vas a ser muy famoso.
-                     ¿Famoso?- respondí fascinado por la palabra- yo no soy famoso- agregué, casi para mí mismo- en los 90 era bastante pibe y ahora se estila el bajo perfil pero... - me dejé llevar- salir en las revistas, ser entrevistado, tener muchos amigos en Facebook… Y además lograr una audiencia privada con el Presidente, el del Norte, claro, vender la tecnología a la NASA..., sacar una franquicia, cobrar regalías...
No recuerdo el resto de la charla, ni siquiera sé si seguí hablando con David aquella noche, pero lo cierto es que al día siguiente él tenia en su poder un cheque mío, el primero, por algo así como tres mil dólares (lo miraba como si fuese una fortuna) mientras que yo continuaba soñando con los beneficios potenciales de una “Máquina del Tiempo”.
Un mes después, cuando había olvidado el asunto y daba, no sin nostalgia, pero satisfecho de mi generosidad, por perdido el dinero, recibí una llamada por cobrar desde Kazajstán.
-                     ¿Kazajstán?- me dije- eso debe estar por Medio Oriente; ¿quién podrá ser?
Tenía, es cierto, algunos intereses en Irak desde la invasión,  pero Kazajstán, por lo que podía recordar de López Raffo, estaba más lejos... ¿no era una de esas republiquetas inestables surgidas de la caída de la Unión Soviética? (era otro tiempo, deben recordarlo).
Acepté la llamada y, me sorprendí, al escuchar desde el otro extremo del mundo la voz de mi viejo amigo David.
-                     No lo vas a poder creer, Gustavo- me dijo a guisa de saludo- pero aquí me venden tres reactores tipo IC 45 y un condensador de movimiento con relés automáticos por sólo tres millones de rublos...
-                     ¿Ah sí?- respondí haciendo un rápido cálculo en dólares - ¡ah sí!- repetí cuando el cálculo estuvo hecho- ¡son treinta y tres dólares!- exclamé- sea lo que sea eso, David, es una pichincha, ¡comprá dos!- le dije.
Me hizo caso, desde luego,  pero había un problema, el flete desde Astana hasta el puerto de Buenos Aires (la Aduana no contaba porque el comisario era amigo) nos encarecía el precio en un 900%. Lo mejor, argumentó David, era mudar todo el proyecto a las estepas cercanas a Alma Ata y operar directamente allí.
Sin saber muy bien por qué, y como mis vacaciones estaban próximas, no sólo acepté sino que nos trasladamos con laboratorio, cuatro asistentes de su equipo, un  par de estudiantes y todo (incluso, Viviana, la esposa de David quien se entusiasmó con el proyecto, o tal vez con el viaje gratis) a aquella desolada región.
Cuando llegamos nos sorprendimos al ver que David había arrendado una antigua base militar desmantelada para instalar su complejo.
Mientras mi amigo se reencontraba con sus aparatejos y sus alumnos, Vivi y yo nos entretuvimos paseando por el lecho seco del mar de Aral u organizando excursiones al Tarbagai. Y nos hicimos muy amigos, debo decir.
De cuando en cuando dejábamos nuestra habitación en el hotel para visitar a mi amigo y “supervisar”, como él decía, su trabajo.
Mi mayor interés era, claro, que todo estuviera en orden en el improbable, pero no imposible, caso de que el proyecto funcionase.
Sin saber por qué me sentía obligado para con David por mi antigua promesa y Viviana insistía en que, puesto que se suponía que yo debía viajar en el artefacto, no debía escatimar gastos en su construcción (que yo pensaba no terminaría nunca)
Por fin, una mañana luminosa de invierno, tres días antes de fin de año y dos de mi regreso a Buenos Aires, David se presentó en el Hotel.
Vivian y yo tomábamos el té cuando él, visiblemente emocionado, anunció:
-                     Ya está lista, Gus
-                     ¿Qué cosa?- pregunté estúpidamente.
-                     La máquina del tiempo- aseguró- y esta tarde viajarás en ella.
Y no pude decirle que no.
Era una especie de cabina abierta, extraída de un viejo parque de diversiones rosarino, conectada por un tubo a un gigantesco acelerador de partículas, según dijo David, y singularmente desprovista de los cuadrantes que yo esperaba encontrar.
-                     Algo tosca- aseguró mi amigo- pero funciona, la ensayé con éxito esta mañana.
-                     ¿De verdad?- dije suspicaz- ¿con qué?
-                     Con esta botella de vodka- respondió- la envié cien años en el pasado y la recuperé en el lecho del mar...- me alcanzó un vaso- ahora es verdaderamente añeja...
Realmente el vodka tenía un sabor terrible y eso me convenció de la exactitud de los cálculos de mi amigo.
Me explicó que la cabina sólo contaba con un indicador, un tablero con dos pantallas digitales, para señalar el punto del tiempo al cual me dirigía y el lapso de tiempo transcurrido desde mi partida. Todo el proceso, agregó, era automático.
-                     Y puesto que viajarás vos solo no hace falta más, ya que no sabrías operar los controles.
-                     Bueno- dije entonces- si viajo sólo me queda algo que pedirte.
-                     Por supuesto- respondió- ¿de qué se trata amigo?
-                     Una pavada, en realidad, quiero que firmés este contrato por el cual me cedés todos los derechos sobre tu máquina del tiempo, sus utilidades, derivaciones, uso profesional, educativo y/o comercial y...
-                     Por supuesto, Gustavo- dijo sin dudar- claro que me gustaría que el aparato llevase mi nombre.
-                     ¡Claro David!- le contesté- faltaba más- la llamaremos la máquina Gustavid ¿qué te parece?
-                     Bárbaro, loco- estaba realmente emocionado.
-                     Eh che, ¿somos o no somos amigos?. La máquina Gustavid de Industrias Egoeimí ¿qué talco?
Firmó de inmediato agregando la cláusula, que hablaba de su buen corazón, de que en caso de que me pasara algo la propiedad del aparato pasaba a mis herederos directos, hijos si los hubiese, esposa en el caso contrario. En el apuro de la partida  olvidé mencionarle un detalle; Vivi y yo acabábamos de casarnos...
A las quince y treinta, hora de Asia Central, los cuatro reactores nucleares comenzaron a funcionar, dejando momentáneamente sin luz a la región oriental del país, y el acelerador de partículas empezó a ronronear como una gatita mimosa. Viviana se había acercado para despedirme y me observaba, sonriendo, junto a mi amigo David Dezorzi.
Convinimos, como un homenaje a la película que nos inspirase (bueno, no a mí, pero sí a David) en que viajaría hasta el año 1955.
-                     ¿A qué lugar llegaré, David?- quise saber, a mí me hubiese gustado Nueva York, pero, por supuesto, el científico era él.
-                     La máquina no se mueve en el espacio- respondió- sino en el tiempo.
No entendí su respuesta, pero ya el aparato comenzaba a agitarse como si recordase sus buenos viejos tiempos en el parque de diversiones.
Recuerdo que en ese momento me pregunté por la ausencia de periodistas, pero con un par de guerras tan cerca no era extraño que no hubiesen concurrido al viaje inaugural de una máquina del tiempo, ya los convocaríamos al regreso.
-                     A propósito- le pregunté mientras el aparato comenzaba a vibrar cada vez más rápidamente- ¿cómo hago para volver?
-                     No lo sé- dijo David con una desagradable sonrisa- ¿recordás tu propuesta?- y citó:- “un dispositivo que le permitiese a un ser humano moverse hacia atrás en el tiempo”, vos no dijiste nada de moverse hacia el futuro así que no desarrollé ese concepto- terminó mientras abrazaba a Vivian y se reía a carcajadas.
No recuerdo más porque en ese momento el viaje comenzó.



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