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jueves, diciembre 04, 2008

Vientos de guerra


La palabra ha sido dicha una vez más.
¡¡Guerra!!

El enemigo, el nuevo enemigo, es una construcción ideal; el Islam y el mundo oriental en su conjunto. El oponente, de cuyo lado por supuesto está la justicia, es otra entelequia; Occidente.

No faltarán filósofos que justifiquen los aprestos bélicos. Nunca faltan, por supuesto. Ellos nos dirán que es una lucha por la civilización y contra la barbarie, faltaba más.

Uno podría descartarlos pensando que son simples sicofantes del Imperio si no fuera que, en muchos casos, tienen razón. Es verdad que los combatientes islámicos no se destacan por su respeto por las convenciones que, en mejores días, acordaron los pueblos del Oeste; en la guerra que libran contra el Gran Satán las víctimas parecen ser lo de menos, su propio pueblo perece (véase Irak, léanse las crónicas de Gaza ocupada), los militantes se inmolan, la guerra es llevada a las calles y las casas de manera brutal; pero también es cierto que, humillados y ofendidos, han sido empujados a abrazar el islamismo más radical para resistir el avance de los nuevos cruzados.

¿Justificación?.
¡De ningún modo y para nadie!

La religión, esa especie de travesura de la mente cansada que ha prohijado tanta belleza como fealdad, fue invitada al convite y ya no puede ser expulsada de él. Todos invocan a sus dioses, todos encuentran en sus libros sagrados los motivos para emprender una lucha que, si fuera por el petróleo (esa adicción del Occidente), la geopolítica y los recursos naturales que se agotan, tendría menos atractivo para las masas desposeídas y para los propagandistas del odio.

Al fin y al cabo ya el propio Agamenón tuvo que recurrir al fantasma de Helena para arrebatar a los troyanos el control del Helesponto...

Así vimos constituirse (Israel) un estado nacional, y cada vez menos laico, es decir, menos racional, en nombre de viejas escrituras y fallidas profecías.

Así la resistencia (la nación árabe abusivamente identificada con el Islam) que comenzó en nombre de un pueblo despojado se convirtió en una guerra santa (magnífica pero atinada contradicción).

Así el mosaico étnico y cultural del Cercano Oriente estalló en pedazos a los cuales ni el más paciente de los restauradores puede recomponer.

Israel y Palestina, Irak, Siria y Líbano, los fundamentalistas estadounidenses que votan según las profecías bíblicas y un Papa que desempolva viejas anécdotas de emperadores se mezclan...
La intolerancia en nombre de la tolerancia, cuando se impide el uso del velo...

La violencia con la máscara de la paz, cuando se argumenta que, puesto que ellos no respetan nuestras “sabias leyes”, tampoco nosotros debemos respetarlas

La libertad acotada por leyes de vigilancia, al crecer la manía de ver al enemigo en cada barba, turbante o caftán.

¿Es eso todo? ¿Estamos ante una nueva, y al parecer inevitable, guerra en el Oriente?
¿Es ese Islam que busca armarse con dispositivos nucleares, el gran culpable?

¿Son las apetencias imperialistas, y el hambre de combustibles, de los países avanzados el origen de esta espiral que parece no tener fin?

¿Regresamos, cinco siglos después, a las Guerras de Religión?


La Historia puede darnos pistas, siempre que no la miremos a través de los mitos que supimos construir.



El mundo musulmán, multiforme, posee una gran riqueza espiritual; sus filósofos fueron, alguna vez, maestros de Occidente.

Los países árabes, que no se superponen con los primeros, constituyeron alguna vez una escuela de tolerancia.

El judaísmo sembró valores que aún hoy se cuentan entre las más elevadas creaciones de la Humanidad.

Cristianos fueron quienes derribaron, otrora, las supersticiones que trababan el avance de la ciencia.

No toda religión es, o debería ser, negativa.


Sin embargo hemos visto en los últimos ciento cincuenta años como el avance de Occidente sobre el mundo doblegó y demonizó al otro, hemos asistido a la pérdida de los mejores valores de las tradiciones monoteístas en beneficio de concepciones tribales que hubiesen hecho sonreír, o retroceder espantados quién sabe, a los pensadores del medioevo y que los mejores de los filósofos del siglo diecinueve considerarían caducas.


Un nacionalismo cargado de leyendas, el fin de las grandes utopías transformadoras y la presencia ubicua del más arcaico misticismo han servido de coartada a las ambiciones y los negociados de un puñado de empresas fundamentadas, ¡paradoja!, en el cálculo racional y la maximización de los beneficios.

Ahora parece casi imposible desandar el camino.

No hay soluciones fáciles, tampoco resultan viables, una vez que se invocaron Absolutos, la negociación o la misma política.

Condiciones todas que, otra vez habla la Historia, siempre han llevado a esa palabra quizás la más mala palabra de todas: ¡Guerra!

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